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miércoles, 25 de agosto de 2010

Bigote blanco

  M etes un pack de seis litros en el carro y listo, así de fácil y soso resulta comprar la leche en tu tienda. Aquí era un poco diferente, recuerdo perfectamente que siempre íbamos a por ella al atardecer, ya casi de noche, cuando en agosto con sus días calurosos y atardeceres frescos era obligado coger cierto abrigo. Tarea habitual de la chiquillada, cuando unos cuando otros, no faltaba nunca quien quisiese tomar parte en algo tan cotidiano como ese menester.
  Como ya dije anteriormente, en Irede no había ni hay tiendas, la leche se compraba recién ordeñada por Luis, hijo de Tivo e Isabel,serio en su quehacer centrado en su trabajo y siempre con una sonrisa en la cara. Recuerdo ir a verlo ordeñar a la cuadra, con las yeguas, con el tractor, que paciencia tiene ese hombre, siempre dejándonos subir al tractor, cada vez que lo oíamos corríamos a subirnos para dar un pequeño viaje por la cara, ahora me imagino lo que le pasaría por la cabeza (Que pesados estos chavales, y si les pasa algo luego la culpa la tendré yo, se podían quedar en su casa!!), jejeje, y con razón Luis y con razón, con el tiempo me doy cuenta de que teníamos que resultarte muy pesados.

  La cuadra no estaba pegada a la vivienda, con lo cual había veces que llegábamos a la casa e Isabel o Tivo nos decían que Luis aun no había terminado de ordeñar. Nos quedábamos allí un rato hablando con ellos y observando los años grabados a fuego en cada rincón de aquella casa y de sus semblantes. Ya llegado Luis, Isabel cogía una jarra de plástico blanco perfectamente cilíndrica de un litro de capacidad, y con la laxitud de una persona que no ha conocido jamas el stress ni de palabra ni de hecho, comenzaba a contar los litros demandados por los que allí acudíamos. Recuerdo como si estuviese allí ahora mismo el olor a leche recién ordeñada, el sonido de la jarra llenándose y del embudo vaciándose, la espuma de "bigote blanco" y la penumbra del atardecer entrando por la galería, hacían de aquel momento algo sencillo y mágico que me llegaba a hipnotizar de tal manera que cuando volvíamos a casa yo iba con una sensación similar a la que produce un masaje relajante.

  Cuando Isabel hubiese terminado no solíamos salir por la misma puerta de la vivienda por la que entramos, lo hacíamos por el corredor que daba al corral y desde el cual veías el campanario de la iglesia, un corral sin asfalto, de piedra natural al que había que bajar por unas escaleras de madera de una muy aparente fragilidad pero desde luego de una robustez mas que probada. Atravesabas el corral hasta un portón de madera que daba a la entrada del pueblo, junto a la iglesia y la casa de Benedicta. Parecía haber pasado por un estado de trance, volvíamos a la voz mas alta, a la falta de respeto al silencio, y a pensar en lo rica que iba a estar esa leche a la mañana siguiente.

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